"La nación catalana no ha existido nunca": un análisis histórico desde la serenidad, la documentación y el respeto
Decir que “la nación catalana no ha existido nunca” no es un gesto de confrontación ni una afirmación vacía nacida del prejuicio o del rencor. No es una consigna política ni una provocación identitaria. Es, simplemente, una constatación documental, jurídica e histórica que se sostiene sobre siglos de registros, tratados, archivos y fuentes primarias que hablan con una claridad incontestable para quien se acerque a ellos con rigor, honestidad intelectual y deseo de comprender —y no de instrumentalizar— la historia.
I. Cataluña en la Edad Media: una tierra de condados bajo soberanía franca
Durante los siglos IX al XII, lo que hoy conocemos como Cataluña estaba fragmentado en una serie de condados que formaban parte del sistema feudal del Imperio Carolingio. El más prominente de ellos fue el Condado de Barcelona, que gradualmente ganó autonomía respecto al poder franco, sobre todo a partir del siglo X. No obstante, esa autonomía fue feudal, no nacional. Nunca existió un Estado catalán soberano, ni mucho menos una nación catalana en el sentido moderno del término.
La noción de nación, tal como hoy la entendemos —como comunidad política soberana con legitimidad jurídica internacional—, es un concepto que nace siglos más tarde, y atribuírselo a realidades medievales es incurrir en un anacronismo de proporciones graves. Es querer pintar una silueta moderna sobre un mapa que tenía otras líneas, otros colores, otras reglas.
II. La Corona de Aragón: una confederación de reinos, no de naciones
Cuando Ramón Berenguer IV, Conde de Barcelona, se desposa con Petronila de Aragón en 1137, no se produce una fusión entre iguales, ni nace una supuesta “Corona catalano-aragonesa”. Lo que se establece es una unión dinástica, no territorial ni institucional, entre el Reino de Aragón y los condados catalanes, manteniéndose cada entidad con su propia estructura. Aragón seguía siendo un reino soberano, con fueros, cortes, moneda y legislación propia. Barcelona y los condados orientales eran posesiones comitales, jurídicamente inferiores en la jerarquía feudal.
Los Reyes de esta Corona siempre fueron titulados —en documentos oficiales y crónicas— como “Reyes de Aragón, de Valencia, de Mallorca, condes de Barcelona”, entre otros títulos. Este orden no es arbitrario ni decorativo: establece un protocolo jurídico y político en el que el título de “rey” está vinculado a entidades con soberanía reconocida, y el de “conde” a territorios que, aun importantes, carecían de la estructura institucional de un reino.
III. El siglo XIX y el nacimiento de los nacionalismos románticos
Es precisamente en el siglo XIX, con el auge del romanticismo político y cultural, cuando empieza a forjarse la idea de la “nación catalana”. No como resultado de una evolución histórica lineal, sino como una construcción ideológica, alimentada por el mito, la exaltación simbólica, la relectura selectiva del pasado y el deseo —legítimo o no— de autodeterminación. Es en ese contexto que surgen las figuras de Prat de la Riba, Cambó, Macià o Pujol, que proyectan sobre la historia medieval una identidad nacional que nunca existió como tal.
Este fenómeno no es exclusivo de Cataluña. Lo mismo sucedió con los nacionalismos vasco, gallego, escocés, irlandés o bretón, todos ellos construidos sobre una mezcla de hechos, leyendas, agravios reales o percibidos, y una fuerte carga emocional. Son identidades políticas modernas, con una narrativa histórica que muchas veces desborda la fidelidad documental para adentrarse en el terreno del relato fundacional, como si toda nación necesitara inventarse un pasado glorioso para justificar su presente político.
IV. Cataluña en la historia constitucional española
En ningún texto constitucional español —ni en la Constitución de Cádiz de 1812, ni en las cartas de la Primera República, ni en la de 1876, ni en la Segunda República, ni en el presente marco de 1978— se reconoce jamás a Cataluña como nación. Ha sido reconocida como comunidad histórica, como entidad territorial diferenciada, como región con autonomía política; pero nunca, jamás, como nación soberana en sentido jurídico.
Incluso durante el periodo más favorable al autogobierno catalán —la Segunda República—, el Estatuto de Núria (1932) fue aprobado bajo la soberanía de la nación española. Cataluña tuvo instituciones propias, sí, pero dentro de un marco nacional común que jamás fue cuestionado desde el punto de vista legal.
V. El valor de la verdad frente a la manipulación del relato
No se niega, por supuesto, la riqueza de la cultura catalana, su lengua, su arte, su personalidad política e histórica. Cataluña ha sido y es una parte esencial de España, como lo es Castilla, Galicia, Andalucía o Valencia. Pero la reivindicación de una “nación catalana” soberana es un mito político, no una verdad histórica.
La historia no es una herramienta al servicio del deseo, sino un testimonio del tiempo. Cuando se manipula la historia para justificar intereses políticos contemporáneos, se pervierte el conocimiento, se falsea la memoria colectiva y se fomenta el enfrentamiento donde debería haber entendimiento.
Ortega y Gasset, Unamuno, Menéndez Pelayo o Américo Castro ya denunciaban con lucidez las distorsiones del nacionalismo catalán incipiente. Y lo hacían no desde la negación del valor de Cataluña, sino desde el compromiso con la verdad.
VI. Decir la verdad no es atacar: es sanar
Hoy, en una era donde la posverdad y el relato han sustituido muchas veces al dato y al documento, es más necesario que nunca recordar lo evidente: Cataluña no fue una nación soberana en ningún momento histórico. Fue una tierra brillante, con una identidad cultural riquísima, un motor de desarrollo económico, un espacio de pluralidad lingüística y artística. Pero no fue un Estado, ni un reino, ni una nación en el sentido político-jurídico del término.
Reconocer eso no es despreciar, sino ubicar. No es atacar, sino narrar con exactitud. No es un gesto de odio, sino de justicia. Porque sólo desde el rigor y el respeto podemos construir una convivencia basada en lo real, no en la ficción.
Y cuando una sociedad decide construir su futuro sobre un pasado inventado, lo que edifica no es un país, sino un castillo de humo.
Cataluña no es menos por no haber sido nación. Es mucho más si se reconoce con verdad, con dignidad, con honestidad. Porque la grandeza de un pueblo no reside en sus mitos, sino en su capacidad de convivir con los demás sin renunciar a sí mismo, pero sin intentar ser lo que nunca fue. Y esa, quizás, sea la verdadera madurez colectiva.
Fuente de https://www.facebook.com/anticregnedevalencia
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